Capítulo 3

CAPÍTULO 3

Tang entró y anunció que todos estaban presentes en la sala de la corte. El juez Di sustituyó su ropa casera por la toga negra alada de juez y entró en la sala, escoltado por Hoong y Tang.

Tomó asiento tras el elevado banco y ordenó a Ma Joong y Qiao Tai que se colocaran detrás de su sillón.

El juez pronunció algunas palabras protocolares, tras lo cual Tang le presentó a cada uno de los cuarenta hombres que estaban arrodillados sobre el piso de piedra.

Tras el pase de lista, el juez anunció que Hoong Liang había sido nombrado intendente principal del tribunal, a cargo de controlar todos los asuntos rutinarios del juzgado. Ma Joong y Qiao Tai se encargarían de la supervisión de los agentes policiales y carceleros así como de garantizar la disciplina y el orden de la guarnición y la prisión.

De regreso a su oficina privada el juez Di les indicó a Ma Joong y Qiao Tai que revisaran la guarnición y la prisión.

–Deben instruirlos y entrenarlos; eso les dará la posibilidad de conocerlos y de saber para qué sirven. Después, saldrán a la ciudad para que se hagan una idea de cómo están las cosas en la población. Yo quisiera acompañarles, pero debo dedicar toda la tarde a orientarme en los detalles del asesinato del magistrado. Cuando regresen en la noche, me informan de todo.

Ambos partieron y llegó Tang seguido de un asistente que llevaba dos candelabros. El juez Di le indicó a Tang que se sentara en la butaca frente a su escritorio al lado del intendente Hoong. El asistente colocó los candelabros sobre la mesa y se marchó silenciosamente.

–Cuénteme en detalle cómo fue asesinado el magistrado Wang –le dijo el juez al escriba Tang.

–El predecesor de su honorable señoría, era un caballero de gran refinamiento y cultura. Acaso algo indulgente en ocasiones e impaciente respecto a los detalles, pero muy meticuloso en todos los asuntos de real importancia, de hecho muy preciso. Tenía unos 50 años y gozaba de una amplia y variada experiencia. Un magistrado muy capaz, señoría.

–¿Tenía enemigos aquí? –preguntó el juez Di.

–¡Para nada, señoría! –exclamó Tang–. Era un juez concienzudo y justo, a la gente le gustaba. Yo diría, señoría, que él era popular en su jurisdicción, muy popular de hecho.

El juez Di asintió con la cabeza y Tang prosiguió.

–Hace dos semanas, cuando se acercaba el momento de la sesión matinal, el mayordomo de su casa vino a verme al juzgado y me informó de que el señor no había dormido en su dormitorio, y que la puerta de la biblioteca estaba cerrada por dentro. Yo sabía que frecuentemente él se quedaba en su biblioteca leyendo y escribiendo hasta altas horas en la noche, y supuse que se había quedado dormido entre sus libros. Así que toqué con insistencia a su puerta. Al no percibir sonido alguno desde el interior, temí que hubiera sufrido un síncope. Llamé entonces al administrador indicándole que rompiera la puerta.

Tang tragó saliva; su boca se crispó. Después de un rato continuó.

–El magistrado Wang estaba tendido en el suelo frente a la estufa de té, sus ojos ciegos miraban hacia el techo. Una taza de té estaba sobre la alfombra cerca de su mano derecha extendida. Sentí su cuerpo; estaba frío y yerto. Inmediatamente llamé a nuestro forense y me dijo que el magistrado debía haber muerto alrededor de la medianoche. Tomó una muestra del té que quedaba en la tetera y...

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–¿Dónde estaba la tetera?

–En el armario del rincón izquierdo, su señoría, al lado de la estufa de cobre para hervir el agua del té. La tetera estaba casi llena. El Dr. Shen se la dio a probar a un perro y murió de inmediato. Calentó el té, y por el olor identificó el veneno. No pudo probar el agua en la vasija de la estufa, porque se había evaporado completamente.

–¿Quién solía llevarle el agua para el té?

–El mismo magistrado, –respondió Tang rápidamente.

Cuando el juez alzó las cejas, explicó con celeridad:

–Era un entusiasta devoto del culto al té, su señoría, y hasta del más particular de todos sus detalles. Siempre insistía en ir a buscar el agua él mismo desde el pozo de su jardín, y también lo hervía él mismo en la tetera de su biblioteca. Sus tazas, su tetera y el estuche para conservar las hojas de té son valiosas antigüedades. Los mantenía encerrados en el armario debajo de la estufa de té. Según mis instrucciones, el forense también hizo experimentos con las hojas de té que se encontraban en el estuche, pero resultaron ser totalmente inofensivas.

–¿Qué medidas tomó después?

–Enseguida envié un mensajero especial al prefecto en Pien-foo, y colocaron el cadáver en un ataúd provisional, se clausuró el pasillo de la residencia privada del magistrado. Luego sellé la biblioteca. Al tercer día, llegó de la capital su excelencia, el investigador de la Corte. Ordenó al comandante del fuerte que pusiera a su disposición a seis agentes secretos de la policía militar y realizó una investigación exhaustiva. Interrogó a todos los sirvientes y él...

–Lo sé, –dijo el juez Di con impaciencia–. Leí su informe. Estaba claramente establecido que nadie podría haber manipulado el té, y que nadie entró en la biblioteca después de que el magistrado se hubiera retirado allí. ¿Cuándo se marchó el investigador exactamente?

–En la mañana del cuarto día, –replicó Tang lentamente–, el investigador me llamó y me ordenó que trasladaran el ataúd al Templo de la Nube Blanca, cerca de la puerta este, en espera de la decisión del hermano del fallecido sobre el último lugar para su enterramiento. Luego enviaron a los agentes de vuelta al fuerte, me informaron de que se llevaban todos los documentos privados del magistrado y se retiraron.

Tang parecía incómodo. Mirando ansiosamente al juez, añadió:

–Supongo que explicó a su señoría el motivo de su partida repentina.

–Dijo –el juez Di improvisó rápidamente– que la investigación había llegado a un punto en la que el nuevo magistrado podría continuar exitosamente.

Tang parecía aliviado.

–Confío en que su excelencia el investigador goce de buena salud.

–Ya partió hacia el sur, con una nueva misión, –respondió el juez. Levantándose, continuó–. Ahora voy a echar un vistazo a la biblioteca. Mientras estoy fuera, comente con el intendente Hoong qué asuntos deben abordarse durante la sesión matutina de mañana.

El juez tomó uno de los candelabros y salió. La puerta de la residencia del magistrado, situada al otro lado de un pequeño jardín detrás del vestíbulo de recepción, estaba entreabierta. La lluvia había cesado, pero una neblina permanecía entre los árboles y sobre los lechos de flores. El juez Di empujó la puerta y entró en la casa desierta. Sabía por el plano adjunto a los informes que la biblioteca estaba ubicada al final del pasillo principal, y la encontró sin dificultad. Al atravesarlo, notó dos pasajes laterales, pero en el limitado círculo de luz de su vela no pudo ver a dónde conducían. De repente, detuvo sus pasos. La luz de la vela cayó sobre un hombre delgado que acababa de salir del pasaje directamente adelante, casi chocando con él.

El hombre se quedó inmóvil; le lanzó al juez una mirada extraña y vacía. Su rostro bastante regular estaba desfigurado por una marca de nacimiento en su mejilla izquierda, tan grande como una moneda de cobre. El juez vio para su asombro que no llevaba gorra; su cabello canoso estaba recogido en la parte superior. Vio vagamente que el hombre vestía una simple bata gris atada con una faja negra.

Cuando el juez Di abrió la boca para preguntar quién era, el hombre de repente entró silenciosamente en el pasillo oscuro.

El juez levantó rápidamente la vela, pero el movimiento repentino apagó la llama. Estaba a oscuras.

–¡Oye, ven aquí! –gritó el juez Di. Solo el eco le respondió. Esperó un momento. Lo único que se oía era el profundo silencio de la casa vacía.

–¡Bribón insolente! –dijo el juez Di enojado. Sosteniéndose de la pared, encontró el camino de regreso al jardín, y rápidamente llegó a la oficina.

Tang estaba mostrando al intendente Hoong un expediente voluminoso.

–Quiero que se entienda de una vez por todas, –el malhumorado juez Di se dirigió a Tang– que ningún miembro del personal caminará en este tribunal sin la ropa adecuada, ni siquiera por la noche y fuera de servicio. Justo ahora me encontré con un compañero. ¡Solo vistiendo una bata de casa, y ni siquiera una gorra en la cabeza! Y el insolente patán ni siquiera se molestó en responderme cuando lo desafié. Ve a buscarlo. ¡Tendré una buena conversación con él!

Tang había comenzado a temblar por todos lados; miró fijamente al juez muy asustado. El juez Di de repente sintió pena por él; a fin de cuentas, el hombre había estado haciendo todo lo posible. Continuó con una voz más tranquila.

–Bueno, tales deslices suceden de vez en cuando. ¿Quién es ese tipo de todos modos? ¿El vigilante nocturno, supongo?

Tang lanzó una mirada asustada a la puerta abierta detrás del juez. Tartamudeó.

–¿Llevaba... llevaba puesta una bata gris?

–Así era.

–¿Y tenía una marca de nacimiento en la mejilla izquierda?

–Cierto, –dijo el juez cortante–. ¡Pero deje de inquietarme, hombre! Hable, ¿quién es él?

Tang inclinó la cabeza, y respondió en una voz débil.

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